Velázquez ni tan siquiera había intentado conciliar el sueño en su cama. Tenía perfectamente claro lo que pasaría: estaría dando vueltas y más vueltas sobre el colchón hasta que las sábanas se salieran de su sitio. Había puesto la televisión, sin sonido, en el canal de teletienda. Los párpados le pesaban horrores, pero cada vez que se cerraban, volvían esas imágenes que le turbaban.
Tenía un ansia tremenda por pillar un cigarrillo e inundar sus pulmones con el último asesino legal que quedaba. Si no teníamos en cuenta el alcohol, claro. Pero precisamente le había prometido a Érica dejarlo. Y romper ahora esta promesa le suponía un insulto a su memoria. Sin embargo, no le había prometido nada acerca del alcohol, por lo que se dirigió a su mueble bar y extrajo una botella de Chivas Regal que guardaba para una ocasión especial. Se la había regalado un gerifalte como agradecimiento por haber encontrado a los bastardos que le habían dado una paliza a su único hijo, y que casi lo mandan al otro barrio. No tenía ni idea de lo que podría costar esa botella, pero solo con la caja en que venía podría pagar algún plazo de su hipoteca, o al menos eso es lo que él pensaba. Le pareció que sería un pecado añadir unas piedras de hielo, por lo que lo sirvió en un vaso que todavía tenía limpio en el escurridor sobre el fregadero, diría que casi ni lo había usado.
Sirvió apenas dos dedos, y el olorcillo que desprendía aquel elixir de los dioses, que nada tenía que envidiar a lo que bebiese el mismísimo Baco, ya le produjo cierto estremecimiento. Caminó por su salón, hasta la estantería del fondo, y allí, en el centro mismo, tenía una de esas instantáneas que le sacó a Érica mientras posaba como si no lo hiciese, con la mirada traviesa y el rostro girado hacia la izquierda. Dejó respirar aquel líquido color ámbar mientras recordaba aquel día. Y otra vez se arrepintió de no haberse hecho nunca un selfie con ella.
―¡A tu salud! Allí donde estés, ten claro que pillaré al hijo de puta que te ha hecho esto.
Velázquez, tras alzar la mano, hizo ademán de beberse los dos dedos de whisky de un único trago, pero al inundar sus papilas gustativas reaccionó, y mantuvo el líquido en la cavidad bucal, tragando poco a poco, saboreando hasta la última gota. Tenían razón aquellos que hablaban bien de aquella botella. Y ahora entendía su insistencia para que les invitara. Menos mal que no lo había compartido con esos idiotas, pensó.
―No está hecha la miel para la boca del asno ―sentenció, y volvió a su butaca, junto a la botella de marras.
Esta vez, al abrirla, lo hizo con más cuidado que antes, si cabía. Sirvió de nuevo en el mismo vaso, con mucho tiento, tratando de evitar que ni una molécula del dorado líquido se perdiese por el camino. Volvió a cerrar la botella apresurado, no fuera que el aroma se desvaneciera por el abuso de su coqueteo con el oxígeno. Y dejó que esta vez su bebida madurara un poco más en el recipiente.
Mientras tanto, se levantó del asiento y fue a su despacho, como le gustaba llamar a aquel cuartucho con un escritorio y una silla con ruedas que había rescatado de la última renovación de mobiliario de la comisaría, que le servía para mirar el portátil que le habían instalado desde el Servicio de Informática de la comisaría. Llegado aquí, buscó entre los bolsillos de la chaqueta que tenía colgada del respaldo de esa silla con ruedas el cuaderno donde anotaba sus impresiones y los testimonios que iba recopilando. Al fin lo encontró en el bolsillo derecho exterior. Juraría que lo había guardado en el interior izquierdo, junto al bolígrafo, pero tampoco era tan importante. Regresó con el bloc a su butaca, tenía una cita con tres dedos de ambrosía dorada, y no quería que se le pasara «el punto». Le dio un primer sorbo al vaso mientras leía la primera página de las notas que tomó ese día. No tenía claro si era que el whisky le había empezado a hacer efecto o que tenía una pésima letra, porque leía la mitad y la otra mitad la adivinaba.
Aquello no le decía nada. Tampoco es que hubiera pasado tanto tiempo como para no recordar sus impresiones, pero había acudido directamente a casa tras la visita al piso de Érica, por lo que no había compartido nada de información con la brigada. Guardó el bloc en el bolsillo del pantalón de pijama, con la derecha mantuvo el vaso, y con la izquierda agarró el asa de cuerda de la caja de whisky. Regresó al despacho y colocó vaso y caja flanqueando el portátil. A continuación levantó la tapa y presionó el botón de encendido. Tras el lógico tiempo de carga, se quedó mirando fijamente la pantalla de entrada de contraseña. Sus ojos miraban allí, pero su mente estaba en otro recuerdo de Érica: la veía sobre sus hombros, riendo al ver lo torpe que era en el manejo del programa de la Policía. Cuando salió de su ensoñación escribió sus famosos «123456Abc» que tantos quebraderos de cabeza habían dado al Servicio de Informática, y recordando la enésima llamada de atención de los técnicos repitió su respuesta automática; esta sí que la verbalizó en voz alta:
―Precisamente es más segura esta clave, porque nadie se imaginará que pueda ser tan sencilla.
El cursor parpadeaba sobre una ventana azul, hizo clic en los menús correspondientes hasta que llegó al expediente en cuestión. «Toma de declaraciones», esa era la opción que buscaba. Los demás compañeros, uniformados o no, habrían tomado declaraciones de todos los vecinos. ¿Quién sabe? Probablemente hasta la comisaria habría sentido añoranza de su tiempo como policía de verdad y habría hecho algo de trabajo de campo.
Los agentes que llegaron primero al lugar de los hechos se habían extendido en sus indagaciones. Como había dicho el vecino que llamó a urgencias, acudieron muy rápido y sería gracias a la llave que tenía en el bolsillo que entraron con bastante celeridad. El compañero Villa dejó la famosa copia de la llave en el conjunto de pruebas que estaban almacenadas. García, por su parte, subió al tercero tras tomar declaración al vecino de Érica. En el tercero derecha vivía una señora que respondía al nombre de doña Alicia Santamaría, y confirmó lo de la música alta, pero añadió que había oído un ruido fuerte y seco, como si se cayese algo al suelo. No le dio mayor importancia al parecer. Podría haber acudido a preguntar, pero sabía que la víctima era policía, y no temió por su integridad.
Aquí se detuvo en la lectura de las pesquisas de sus compañeros en el lugar de los hechos y revisó las instrucciones que había dado la comisaria, allí presente. «Órdenes» fue la siguiente opción del menú que investigó. Según estas, la comisaria había pedido el traslado de los expedientes de las detenciones e investigaciones de la agente López.
―Esto es una pérdida de tiempo. Érica nunca habría dejado acercarse a alguien implicado en uno de sus casos. Además, tendrían que conocer su domicilio, y encima tener acceso.
Al menos comprobó que habían añadido al dosier las pruebas que él descubrió en la primera visita que realizó al lugar de los hechos. Incluso confirmó que habían buscado huellas, pero estaba seguro de que de haber algunas serían de Érica. Asimismo, habían procedido a escanear las fotos impresas, por lo que las fue visualizando una por una. En una de ellas se adivinaba una sombra reflejada en un escaparate. Sin duda, ese debía de ser el hombre misterioso. Cursó la orden de mejorar la resolución y la ampliación de la zona del escaparate. Con un poco de suerte, se vería mejor al fotógrafo. Otra vez cruzó los dedos, y este gesto le recordó lo del ADN. Era demasiado pronto para saberlo, en el expediente no aparecía ninguna referencia a encontrar restos ajenos al de la víctima, así que decidió seguir mirando las declaraciones de los vecinos.
En el primero vivía la portera del edificio. Según su experiencia, estas profesionales son las que realmente controlan lo que se cuece en las comunidades, pero de su declaración no se desprendía nada que ayudara en la resolución del caso. López llevaba apenas siete meses en ese piso, no se le conocía pareja estable y tenía unos horarios muy complicados para tener vida social. Solo sabía que estaba en casa cuando oía su música. Tanto que a veces tenía que acudir a pedir que la bajara, por las quejas de doña Alicia.
Hasta el momento nada de lo que había visto en el expediente le servía para cambiar de opinión con sus sospechas: la mató un conocido, y seguramente con el que mantenía algún tipo de relación sentimental. Lo único, si acaso, que observó en las declaraciones es que lo llevó con bastante discreción, al igual que pasó cuando estuvieron juntos. Entonces, ¿eso querría decir que el asesino sería un compañero? No lo creía probable porque ya había aprendido la lección al tener una relación con el propio Velázquez, lo que la obligó a salir de la ciudad. Aun así, debía comprobarlo.
Buscó entre la base de datos del programa y acabó por localizar el teléfono del comisario jefe de Arganda. Se apresuró a marcar el número en su teléfono móvil, pero entonces, antes de darle al botón de llamar, se dio cuenta de la hora que era. Y prefirió esperar a un momento más adecuado para esas llamadas. De hecho, el whisky de su tercera copa se había acabado casi sin que se diera cuenta. Ni siquiera recordaba haberla servido. Y eso, sumado al cansancio acumulado, empezó a hacer efecto. No quedaba demasiado para el alba, pero aun así decidió ir hasta el final del pasillo y, tras sentarse en el filo de la cama, mientras jugueteaba con las últimas gotas que quedaban al fondo del vaso, decidió que era mejor tratar de dormir. Un golpe a las cervicales al tratar de saborear los restos, depositar el vaso en la mesita de noche y dejarse caer de espaldas. Todo en uno, lo que supuso la entrega de su mente al sueño en busca de un merecido descanso.