14 Jun
14Jun

Un fin de semana que se presentaba con mal sabor de boca. Puede ser que fuera por el abuso del alcohol, por lo poco que había dormido, o por la constante imagen que se le repetía en la retina del cuerpo de su ex sobre un charco de sangre. 

Tras luchar contra el mal sabor de boca, se dirigió a la ducha, puso la nuca bajo el grifo, colocó el mando en el extremo de más calor y abrió con la mayor presión que se podía. Se mantuvo inmóvil, con las manos apoyadas en la pared, mientras una bruma envolvió rápidamente la estancia. Al sentir cómo la temperatura del agua iba bajando, recuperó la movilidad y terminó de ducharse. Mientras se vestía en su alcoba, pensaba en los acontecimientos recientes. Y entonces se dio cuenta de un detalle: Érica le había enviado un mensaje y, al no querer mirar su cuerpo, lo que había hecho era no escucharla. Así pues, volvió a su despacho, y tras terminar de arrancar el portátil accedió al expediente de la científica, y buscó las imágenes que habían grabado del escenario. Localizó la toma del charco de sangre y se fijó en la posición de la mano de la víctima. Amplió la foto y la escrutó con detenimiento.

―¿Qué me quieres decir Érica? ¡Háblame!

La dichosa punta de flecha era lo único que veía al mirar una y otra vez la fotografía. Entonces buscó un vídeo que capturara toda la zona que rodeaba al cuerpo. Al fin y al cabo, no debía ser demasiado, era un simple recibidor. Encontró el vídeo, y fue avanzando y retrocediendo. Al lado derecho del cuerpo no había nada, solo una pared. Todas las cosas que había en el recibidor estaban a la izquierda, y las recordaba perfectamente. Un incómodo dolor de cabeza empezaba a aflorar; posiblemente se debiera a que no había desayunado todavía. Por tanto, se dirigió a la nevera, pero no encontró prácticamente nada. Tomó el cartón de leche que allí había y no necesitó terminar de acercarlo a su nariz para darse cuenta de que era mejor no catarla. Las lonchas de queso tampoco es que tuvieran mejor pinta. Decidió tirar casi todo lo que allí había. Solo dejó un bote de mermelada, un paquete de mantequilla y un bote de salsa de soja. Terminó de prepararse para salir.

El Renault Clio estaba calentándose cuando se percató de la presencia de un paquete abierto de cigarrillos en la puerta del conductor. Seguía con esa lucha interna. Arrancó y, en el primer semáforo, le regaló el paquete a un extranjero que se empeñaba en tratar de limpiar su parabrisas. Lo miró con cara de extrañeza. Quería dinero, pero al precio que está el tabaco rubio, casi era mejor ese pago, por lo que insistió en pasarle aquel mugriento paño por el cristal delantero. Cuando puso la sirena sobre el salpicadero, el limpiacristales dejó automáticamente todo lo que estaba haciendo y cruzó de acera en dirección Dios sabe dónde.

Sin embargo, no la puso en marcha. Seguía con esa cefalea que le presionaba ambas sienes. Se dirigió primero a comisaría para coger la llave y acudir a la casa de Érica. Quería saber qué se le pasó por alto. Además, puede ser que alguien recordara algo más. Al llegar, se acercó a los compañeros que estaban haciendo guardia en el coche patrulla.

―¡Buenos días! ¿Alguna novedad?
―Ninguna, inspector.
―Voy a desayunar algo en el café de la esquina. ¿Quieren que les traiga algo?
―Pues un café siempre viene bien. Gracias.
―¿Solos o cortados?
―Solos los dos, inspector.
―De acuerdo entonces.
  

Acto seguido se dirigió a la cafetería, pidió un desayuno continental y avisó de que al marcharse se llevaría dos cafés solos. Mientras esperaba a que le sirvieran, sacó su bloc y con el bolígrafo de cuatro tintas empezó a hacer un dibujo.

  

―¡Qué horror! ―La camarera se dio cuenta de lo que estaba dibujando y le hizo saber lo espantoso del hecho que ahí se describía―. ¿Es la chica que murió en el piso de enfrente?
―Sí, disculpe. A veces dibujo para evadirme de la realidad y no me doy cuenta de dónde estoy. Dígame, ¿conocía a la víctima? ―Cerró el cuadernillo mientras interrogaba a la camarera.
―Pues sí, pero no. No es que se relacionase mucho, ¿me entiende? Algún que otro café o desayuno, pero no daba mucha conversación. Lo que sí, solía dejar propina. ―Velázquez había pillado la indirecta.
―Seguro que hoy tendrá alguna propina más. ¿Sabría decirme si salía con alguien?, ¿la vio acompañada alguna vez?
―Solo con su vecino. Nunca la vi con otra persona que no fuera el chico ese, Aday, creo que se llama.
―Muy bien, gracias. Por favor, no olvide los cafés que he de llevarme.
  

Para el inspector, las cosas comenzaban a tomar cuerpo. Se quedó otro rato mirando la imagen mientras alternaba entre morder el cruasán y darle un sorbo al café con leche. El dolor de cabeza estaba remitiendo, lo que le daba la razón en sus sospechas de que lo que tenía era hambre. Al acabar el desayuno, se acercó a la barra y pagó lo pedido junto con la propina prometida. Cogió los dos vasos de papel con la tapa de plástico, perfectamente encajados en el cartón de una marca de tabaco que habían repuesto en la máquina. Ese cartón, sumado a que acababa de desayunar, no hizo sino amplificar su deseo de fumar. Al salir, pasó junto a una pequeña tienda de chuches al peso, por lo que entró y compró una bolsita de regaliz negro. Se puso una tira en la boca, como sustituto al pitillo que su cuerpo le pedía, y fue directo a la patrulla que vigilaba en la entrada.
  

―Tomad. Espero que no esté frío. Me paré un momento en la tienda.
―Perfecto, gracias. ¿Va a subir?
―Sí. Eres Villa, ¿verdad? ―El agente afirmó, aunque fuera una pregunta retórica―. El vecino se sacó la llave del bolsillo cuando abriste la puerta. ¿No te preguntaste por qué no la usó para entrar a auxiliar a la agente López?
―Así es, pero seguí el procedimiento y preferí que esa parte de la investigación la llevaran los compañeros de homicidios.
―Gracias por su consideración. Le preguntaré al vecino. ¿Lo han visto salir?
―Esta mañana salió a tirar la basura y siguió caminando ―respondió García de forma casi automática.
―¿En esa dirección? ―inquirió señalando al lado, donde estaban los contenedores de la comunidad.
―No, justo en la contraria. Llevaba una bolsa azul de esas que tienen una correa de plástico rojo para hacer el nudo. Y todavía no ha vuelto.
―Entiendo. Háganme un favor: suban por esa vía, y si encuentran una bolsa de esas en algún contenedor llamen a la científica para que la catalogue e investigue. Afortunadamente, en esta zona no pasarán a recoger la basura hasta medianoche. Yo subiré al piso de la víctima.  

Cuando se disponía a subir, se tropezó con la portera. Esta vez sí que se había traído la mochila con todo lo necesario para su investigación, y en el bolsillo exterior guardaba la bolsita con el regaliz negro que acababa de comprar. Cogió otro palito amargo y se puso a roerlo mientras escuchaba la repetición, casi palabra por palabra, de la testigo. 

―¿Vio alguna vez a la víctima con compañía masculina, o femenina? Usted me entiende.
―No. Solo la vi salir de vez en cuando con el chico del segundo izquierda. Pero tampoco como usted insinúa. Simplemente como buenos vecinos.
―Entiendo. Muchas gracias. Si tuviera más preguntas sé cómo localizarla.
  

Al llegar al segundo piso, comprobó que los chicos de la científica habían retirado ya todos los rastros biológicos. Es decir, se habían llevado la sangre de Érica. Pero sobre el granito del descansillo seguía quedando un cerco, ya de color marrón. Aunque no había posibilidad de contaminar pruebas, se colocó los protectores de los zapatos y los guantes de látex. Con una pequeña navaja que sacó del bolsillo, rompió el precinto de papel que habían colocado. Buscó en la mochila la bolsita con la copia de la llave para hacer uso de la misma. Empujó la puerta, que se desplazó sin casi hacer ruido, y se quedó mirando al lugar donde ayer yacía tendida su ex. Mientras observaba absorto ese lugar, pensaba en las veces que ella lo sacudía para que se levantara. Ojalá hubiera podido hacer lo mismo para que se levantara del suelo de madera sobre el que estuvo, o al menos ese era el deseo que secretamente albergaba. Miró al colgador de llaves, y comprobó que la copia que tenía en la mano, efectivamente, se correspondía con las que estaban allí colgadas, de tal manera que la que estaba sola era una copia de esa puerta, y entre las que estaban colgadas en un llavero al menos una era la de ese lugar. Separó dos bolsas de pruebas y sendas etiquetas adhesivas, colocó una junto al colgador y sacó una foto. Luego comparó ambas, la llave suelta y la llave que él trajo, y constató que eran iguales. Y, gracias al sello en relieve, sabía que se hicieron en el mismo cerrajero. Así pues, apuntó el nombre del negocio y guardó la prueba. Después bajó la vista de soslayo hacia el lugar donde ayer estaba el signo dibujado por Érica.
  

―Creo que ya sé lo que me quieres decir. ¡Habías dejado la respuesta a simple vista!

Mientras miraba al suelo, hizo un gesto con el bolígrafo, como si pintara en el aire la figura que ella dibujó con su propia sangre sobre el suelo de madera. Usó ese mismo bolígrafo para firmar sobre otro precinto de papel, que colocó en la puerta, al tiempo que la cerraba con llave. Una vez guardados todos los trastos, se despojó de los protectores y los guardó juntos en una bolsita desechable. Echaba en falta algo, pero no sabía el qué. Tras darse cuenta, tomó otra tira de regaliz y se disponía a mordisquear ese sustituto mientras bajaba las escaleras cuando se encontró de frente con Aday Moreno.

―Buenos días, señor Moreno. ¿Ha podido recordar algo nuevo?
―Buenos días, inspector. No, ya se lo dije todo ayer.
―Dando uno de sus paseos, supongo. Por cierto, ayer olvidé preguntarle por su profesión.
―Soy decorador de interiores. Personal designer si lo prefiere.
―¿Y se gana bien la vida así, tiene mucho trabajo?
―Bueno, supongo que no me puedo quejar. Tampoco es que sea un sector en auge, pero tengo mi clientela fija y a veces aparece alguien nuevo. También organizo eventos, y como resultado siempre suele crecer la cartera de clientes.
―Pero, a ver si lo entiendo, ¿usted hace diseños por ordenador para sus clientes, o su trabajo es más a pie de calle?
―Hay de todo. Yo soy mi propio jefe. Acudo a los lugares con mi cámara y hago un estudio de las necesidades que el cliente me transmite y cómo enfocarlas en el entorno de trabajo. Cuando se consigue que el cliente se sienta cómodo con la idea, entonces hay mucho trabajo a pie de calle, como usted dice. Tengo que estar vigilando a los proveedores, o haciendo algún apaño sobre la marcha. Pero ¿esto qué tiene que ver con lo ocurrido a Érica?
―Era simple curiosidad. Es que no sabía nada de usted.
―¿Me considera un sospechoso, necesito un abogado?―Ja, ja, ja, ja. ¡Cuánto daño ha hecho la televisión! No es que lo esté interrogando. De ser así, estaríamos en comisaría. Aunque tengo una pregunta para usted: ¿mató a la agente López? ―El vecino no hizo ademán de responder, se quedó boquiabierto―. Tranquilo, no tiene que responder. Ya me iba.
―Creo que no debería seguir hablando con usted. ―Sacó de forma apresurada, casi torpe, sus llaves, y le costaba elegir la correcta para abrir su propia puerta.
―Adiós, señor Moreno.
―Adiós.
―¡Ah! Casi me olvidaba.
―Ya había empezado a bajar algunos de los escalones en dirección al portal―. Sí que tengo una pregunta que me gustaría que respondiera: ¿Por qué tocó en la puerta de su vecina si tenía una copia de la llave en el bolsillo?
―Como he dicho, creo que no debería seguir hablando con usted. Al menos, no sin la presencia de un abogado.
―Como quiera. No me parece una pregunta tan difícil de responder.

Al salir del portal, el agente García lo esperaba impaciente.

―Tenía razón, había tirado la bolsa unas manzanas más arriba. Villa se quedó custodiando las pruebas hasta que lleguen los de la científica.
―De acuerdo, muchas gracias. Oye, García, ¿por casualidad sabes dónde está este negocio?
―Sí, claro. Es la cerrajería que está dos, no, tres manzanas más arriba. Todo recto yendo por esta. ―Señaló directamente la avenida.

Velázquez no esperó más y subió por la avenida principal hasta que llegó a la cerrajería. Se acercó al cerrajero, o al menos supuso que debía serlo al estar allí de pie, esperando que alguien entrara. Se colocó junto al mostrador y sacó las dos llaves, cada una de ellas en su respectiva bolsa de pruebas. Al verlas, el propietario negó con la cabeza.

―Lo siento, pero no hay devolución. Se lo advertí al otro hombre. No se puede asegurar que la copia de una copia funcione.


Velázquez se identificó y le pidió la descripción de ese «otro hombre» al dependiente, que le resultó plenamente familiar.

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