28 Jun
28Jun

Por más que lo intentó, el inspector Velázquez no consiguió que le dieran ese mismo sábado una orden de detención para el sospechoso ni de registro para sus propiedades, así que hizo lo único que podía hacer: se fue hasta la dirección de su particular víctima para asegurarse de que no trataba de destruir más pruebas.

Facundo le había dado un par de bocadillos: uno de lomo con queso y pimientos y otro de tortilla de patatas. Paró en la gasolinera para comprar unas latas de cola que le ayudaran a digerir aquellos tentempiés. Pero, sobre todo, antes de salir de comisaría cogió del cajón de su mesa un par de paquetes de regaliz negro.


Había aparcado su Renault Clio junto a la cafetería. Si sentía la llamada de la naturaleza, y estaban abiertos, siempre podía aprovechar para echarse un café. La patrulla que estaba de guardia en el portal del edificio ya no era la unidad de García y Villa, aunque tampoco es que tuviera muchas ganas de charla, así que ni se molestó en ir a saludar. El primero de los bocadillos, el que tenía más sustancia, había caído ya. En otra época, la guardia hubiera sido más llevadera mezclando caladas a un pitillo con bromas a quien estuviera acompañándolo, pero hacía ya tiempo que nadie aguantaba su sentido del humor. Es más, ahora se preguntaba si realmente le quedaba algo de sentido del humor.

El regaliz, a modo de sustituto, no estaba mal, pero después de estar todo el día mordisqueando se le quedaba un sabor de boca peor que si se hubiera fumado un par de cajetillas de tabaco. Ahora recordaba aquel whisky que lo esperaba pacientemente en casa. Nada le impedía ir hasta allí y caer rendido ante el placer etílico, pero no quería que este tipo se saliera con la suya. Y, si volvía a intentar algo, quería estar allí para dar fe ante el juez.

Érica estaba sentada en el asiento del copiloto. Podía verla como si todavía estuviera viva. Sin lugar a error, era ella misma, incluso con el peinado que tenía cuando la encontraron. No es que Velázquez creyese en lo paranormal, pero ¡que le aspen si aquello no era un fantasma!

―Hola, Velázquez. Parece mentira que tuviera que morirme para que me vinieras a visitar.
―¡Érica! Ni siquiera sabía que estabas de vuelta por Madrid.
―Pero no cambié mi número de teléfono. Nada te impedía mantener el contacto.
―Ya, ya. Soy un cafre, y no sabes cuánto lo siento. Créeme.
―Está bien. No te fustigues ahora. No estoy aquí para mortificarte. ¿Viste el mensaje que te dejé?
―Sí, claro que lo vi. Al principio no le presté demasiada atención, lo admito. Pero desde que me fijé en tu mano me di cuenta de lo que había pasado.
―Tenía la esperanza de que fueras tú quien llevase el caso. No tenía demasiado tiempo, y eso fue lo que alcancé a escribir antes de desmayarme.
―«IZ» era más que suficiente. «IZQUIERDA». Tenía que haberme dado cuenta antes, pero me resultaba demasiado doloroso mirar tu cuerpo inerte y, encima, el charco de sangre había tapado parte del mensaje.
―Ese cabrón me cogió desprevenida. Le había quitado la llave, pero no me imaginé que se hubiera hecho otra a escondidas.
―Lo supuse. Nadie hubiera podido hacerte eso sin ser alguien próximo a ti.
―Ahora solo tienes que asegurarte de que no se escape por algún resquicio legal.
―Tranquila, tengo la cuerda bien atada alrededor de su cuello, solo necesito dar el último tirón, y que dé gracias de que no puedo aplicar yo la pena. De lo contrario…

Unos golpes en la ventanilla llamaron su atención.

―¡Señor, oiga! No puede dormir aquí.

Un uniformado municipal lo había sacado de su ensoñación. No podía creerse que se hubiera dormido.

―¿Cómo dice?

―Circule. Aquí no puede estar.

Velázquez sacó su placa y se la mostró al guindilla. Bastó con eso para que lo saludara al estilo marcial y le pidiera disculpas antes de seguir su ronda por el barrio. Ya se habían empezado a vislumbrar los primeros rayos de sol del domingo y, como no podía ser de otra forma, la cafetería era uno de los primeros negocios que abría sus puertas. Estaba claro que necesitaba un café. Solo esperaba que no se hubiera fugado el sospechoso.
  

―¡Buenos días! Tiene cara de haber visto un muerto.

―¿Cómo dice? ―Se percató de que últimamente se repetía.

―Que si quiere un café.

―Bien cargado, y doble, por favor.

―Sé muy bien lo que necesita. ¡Marchando un resucitamuertos!

―Y dale con los muertos.

―Disculpe, es así como lo llamamos por aquí. Cuando se tome este brebaje verá cómo tendrá energía de sobra para arrancar el día.

Aquella cosa líquida, además de cafeína, contenía algún tipo de licor, era de suponer que coñac. No iba a hacerle ascos ahora. Lo demás que pudiera contener lo desconocía, pero era cierto eso de que «te ponía las pilas». Todavía recordaba el sueño que acababa de tener con Érica. Sentía tanto no haber podido despedirse de ella…

De repente le entró gusa y recordó el segundo bocadillo, por lo que compró una lata de cola y se sentó a comerse el desayuno medio apoyado en el capó de su vieja tartana. Mientras lo hacía, miraba a la ventana del sospechoso. Se veía movimiento, lo que le daba una dosis de tranquilidad, ya que al menos sabía que no se había escapado.

Cuando buscaba una papelera para deshacerse de los restos de lo que fuera su desayuno, sonó el teléfono. Tenía las manos pringosas, y tocar de esta guisa la pantalla no le parecía una buena idea.
  

―¿Puedo usar su aseo? ―preguntó al entrar de nuevo en la cafetería.
―Al fondo a la derecha.

Tras lavarse las manos, se puso a recoger pequeñas cantidades de agua para estamparlas en su cara. Un último chapuzón y bajó el rostro a la altura del grifo. Tomó agua y se enjuagó. Lo que escupió tenía unos tonos realmente desagradables; entre marrón y negro. Luego recordó la sobredosis de regaliz del día anterior. Unos trozos de papel secante y como nuevo. Se colocó un poco la melena, pero al levantar el brazo se percató de que llevaba demasiadas horas con esa ropa puesta. Quería acabar con todo aquello rápido para poder volver a su casa. Mientras salía rumbo a su vehículo, tras agradecer la amabilidad de la camarera, comprobó que había recibido las órdenes de registro del domicilio y del arresto de don Aday Moreno Quentan. Otro palito negro más tarde, y tras un par de llamadas de teléfono, se acercó al vehículo que custodiaba la entrada.

―¡Buenos días!

―Inspector…

―¿Serán tan amables de acompañarme al segundo izquierda? Tengo una orden de detención y registro.

―¿No espera a los de la científica?

―Para detener a este tipo no los necesito. Ya habrá tiempo de registrar su domicilio.

―De acuerdo.

Al subir se percató de que la portera había apenas abierto una rendija de su puerta. Obviamente, tenía que hacer su trabajo fiscalizador. Llegaron al descansillo y tocaron el timbre. Se oía ruido, pero nadie abría.

―Señor Moreno, somos la policía. ¡Abra!

―Yo tengo una llave, si la necesita. ―La portera los había seguido, al parecer, con sigilo felino.

―¿Pero aquí todo el mundo tiene llave de las casas de sus vecinos? A ver, deme.

Cuando abrió, se encontró a Aday Moreno en su baño tratando de quitar la mancha de sangre de uno de sus zapatos.

―No lo intente, nunca se van del todo. Los chicos de la científica lo revisan con microscopio. Es imposible eliminar todo el rastro, pero si encima es como el suyo, de tela, ya le digo que nunca sale del todo. Como en el descansillo de la escalera. Señor Aday Moreno Quentan, queda detenido por el asesinato de la agente Érica López López. Tiene derecho a guardar silencio, cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra en un juicio. Tiene derecho a un abogado, si no puede costearlo se le proporcionará uno de oficio. ¿Ha entendido sus derechos?
―Los agentes ya le habían colocado los grilletes con las manos a su espalda.
―Sí.
―De acuerdo, ahora vamos a esperar a la llegada del juez, vamos a registrar su domicilio, y ha de estar presente.
―¿Tiene algún objeto punzante o de carácter peligroso en sus bolsillos? ―Uno de los agentes inició el registro del detenido.
―No.

El policía le vació los bolsillos y comprobó que no tenía nada más oculto en sus ropas. La secretaria judicial llegó alrededor de una hora más tarde. Todos, agentes y detenido, estaban sentados en las sillas del comedor del domicilio. Velázquez, cómo no, jugueteando con un palo de regaliz en la boca. Los uniformados, comentando las vicisitudes del último partido de fútbol.

―Inspector Velázquez, el señor juez está a punto de llegar. ¿Tiene claro lo que estamos buscando?, ¿ha informado al detenido?
―Por supuesto.
―Señor Moreno, ¿tiene documentación que lo identifique aquí cerca? Es por el acta. Si no dispone de la misma, se le identificará en comisaría igualmente.
―Sí, en mi cartera, que tienen los agentes.
―Agentes, si me hacen el favor.

La secretaria judicial chequeó el formulario, donde estaban todos sus datos ya rellenos, por lo que solo necesitó confirmar que eran correctos. Luego les pidió que los añadieran a una bolsa de pruebas, catalogada como tal.

―Y bien, Velázquez, ¿qué parte del martes próximo no entendió?, ¿«martes» o «próximo»?
―Buenos días, juez. Había que actuar. Como le dije, el sospechoso había tratado de destruir pruebas en el día de ayer, y de hecho hoy mismo estaba intentando eliminar pruebas forenses, de lo que son testigos los agentes aquí presentes.
―¿Ha llamado a un abogado?
―No ha dicho nada, ni siquiera si quería llamar a un abogado.
―¿Se lo ofrecieron?
―Se le dijo que si no podía pagárselo le daríamos uno de oficio.
―Y bien, señor Moreno, ¿quiere que esté presente un abogado en el registro?
―No, señor.
―Le recomiendo que tenga un asesor legal. Tenga en cuenta que haremos un registro de su domicilio, pero además una reconstrucción de los hechos de los que se le acusa.
―Está bien. ¿Puedo usar mi móvil?
―Indique a dónde quiere llamar, los agentes lo pondrán en contacto, pero sus manos no pueden ser liberadas.
―Está bien. Mi teléfono está protegido por huella, mi pulgar derecho. Luego busquen en la agenda el contacto de «ide4-Abogados».

Tras esperar otra hora hasta que se personó allí el abogado que el bufete había designado, comenzó el registro del domicilio. Lo primero que hicieron fue acudir a la bañera, donde el sospechoso había tratado de deshacerse de las manchas de sangre en su calzado. Además de revisar el propio calzado, se desmontó el bajante de la bañera y los de la científica lo requisaron. Siguieron buscando distintos elementos que demostraban su relación con la víctima, y entre otros había distintas cámaras de fotos con sus respectivas tarjetas de memoria. Además de esto, el inspector se dio cuenta de que en su taller tenía material de marquetería y modelación. Entre los mismos había distintas herramientas punzantes y muy afiladas. Se usaron luces ultravioletas, y algunas manchas aparecieron en una de las cajas de herramientas. El abogado se apresuró a indicar que eso no significaba nada, que podría ser de él mismo, a lo que le replicó el juez que para eso estaban las pruebas forenses. Por último fueron al dormitorio. Allí estaba en la mesita de noche una fotografía de Érica. Velázquez la reconoció al instante. Era una copia de la misma foto que tenía en su estantería. Y, visto el dibujo del marco, supo que era la foto que había sustraído del dormitorio de la víctima, por lo que la añadió a las bolsas de pruebas.

―Esa fotografía es mía ―dijo el detenido.
―De eso nada. ―Velázquez mostró al juez la fotografía que había sacado del cerco de polvo que dejó en la mesita de noche de Érica. Se tuvo que morder la lengua para no decir la verdad acerca de cómo le sacó esa fotografía en uno de sus paseos románticos. Este descubrimiento lo conmovió, pues significaba que él seguía siendo importante para Érica. Por supuesto, Padilla autorizó a incluirla como sustracción.
―Si no hay nada más que hacer aquí, sugiero que vayamos al domicilio de la víctima para la reconstrucción de los hechos ―dijo el juez mientras salía del piso izquierdo en dirección al derecho de la misma planta.
―Si me disculpa, juez… ―El inspector volvió a sacar su pequeña navaja para romper el segundo precinto que él mismo había puesto. La secretaria no paraba de tomar notas de todo lo que allí ocurría.
―Está bien, señor Moreno. No está obligado a dar su testimonio, hable con su abogado para que le aconseje al respecto, pero si quiere podría darnos su versión sobre lo que ocurrió el día de autos.
―Por consejo de mi abogado, de momento me acojo a mi derecho a no declarar.
―De acuerdo. Inspector, ¿qué opina usted que pasó?
―Lo que las pruebas nos dicen es que el detenido, aquí presente, hizo una copia no autorizada de la llave del domicilio de la víctima. Por algún motivo, ella le exigió devolverla tras lo que parece una ruptura sentimental o lo que podría haber sido una relación con visos de serlo. En el momento de la despedida, la agente López cerró la puerta y se dio la vuelta para volver al interior de su domicilio. Entre el volumen de la música y que la propia puerta no hace casi ruido al abrir, no se percató de que su agresor había usado otra llave. Y desde atrás, con un certero corte con un arma muy afilada, le seccionó la yugular. Mientras se desangraba en el suelo, el sospechoso entró y trató de eliminar todas las pruebas que lo relacionaran con la víctima, y al salir se manchó con el charco de sangre. Con una de las bufandas que tenía a mano borró la huella que dejó su zapatilla, pero con lo que no contó es con que la agente López todavía estaba viva. Lo suficiente para dejar un mensaje escrito sobre la madera del piso con su propia sangre. Las letras «IZ», por IZQUIERDA.
―Eso es una mera conjetura ―intervino el abogado.
―Prosiga ―ordenó el juez.
―Como decía, el agresor no contó con ese pequeño detalle. Las pruebas demostrarán la relación del detenido con la víctima, y cómo trató de ocultarla, llegando incluso a destruir o a intentar destruir los dispositivos que podían establecer esa relación. Además, las pruebas físicas fruto del registro demostrarán su intervención en el crimen.
―Esa mancha en el zapato se la pudo hacer al acudir en su auxilio ―volvió a interrumpir el abogado.
―Precisamente lo que no hizo su defendido fue auxiliar a la agente López cuando podía haberlo hecho al tener su copia de la llave en el bolsillo. Y, además, están los análisis que nos dirán los forenses, que espero corroboren que usó sus propias herramientas para cometer el crimen.
―Bueno, yo tengo más que suficiente. Decreto prisión incomunicada para el detenido y procedo a elaborar un auto de acusación, de modo que su estatus judicial a partir de este momento pasa a investigado por asesinato. Letrado, no tengo que decirle lo que eso supone para la acusación en lo que se refiere a la petición de condenas. Llévenselo a un módulo de máxima vigilancia.


Todos los presentes se despidieron dentro de lo que la tensión del momento permitía que se realizara de forma más o menos cortés, pero a Velázquez aquello le sabía poco. Necesitaba que admitiera su culpa y le confesara su motivación. Nada en el mundo justificaba arrebatar una vida, pero menos aún la de Érica, posiblemente la única bondad que había sido capaz de sentir en lo más profundo de su ser.

Ya en la comisaría, tras todo el proceso de registro y encarcelamiento, el abogado seguía dando vueltas por allí, por lo que Velázquez hizo un último intento de sacarle la confesión. Los citó a los dos, abogado y defendido, en la sala de interrogatorios 1. Como dicen los protocolos, les dejó veinte minutos para que tuvieran tiempo de pensar una estrategia. No les abrió los micros para que no pudieran invalidar todo el procedimiento, pero hubiera dado lo que fuera por escuchar lo que hablaban.

―Disculpen la espera, sé que ha sido un día muy largo, estábamos liados con el papeleo.
―Vamos, inspector, no es preciso recurrir a estas argucias. Que ya estamos bregados en estas lides.
―De acuerdo, vayamos al grano entonces. ―Sacó la foto en papel que había recuperado de la cómoda de Érica―. Como puedes ver, no bastaba con llevarte los dispositivos electrónicos que los policías te vieron tirar en los contenedores, y que además tenían tus huellas por todas partes. Como ves, en la foto sales reflejado.
―Pero qué dice, inspector. Eso no es más que una sombra. ―El abogado no permitía a su defendido que tomara la palabra.
―¡Oh! Perdón, quería haber sacado esta otra. Me equivoqué. ―Sobre la mesa ahora aparecía nítida la imagen de Aday Moreno reflejada en el cristal de aquel escaparate.
―Vamos, inspector, eso no dice nada.
―Dice que su defendido tenía una relación con la víctima, que trató de ocultarla haciendo desaparecer las pruebas que lo demostraban. Las pruebas del rastreo digital dicen que estaba en el momento de la muerte de la víctima en el domicilio, su móvil se conectó a la wifi. Tenías que haberte llevado también el router. Y la desconexión de sus aparatos al tiempo en que según el forense murió no da lugar a dudas. Todo eso, si no confirmamos entre hoy y mañana que la mataste con tu cuchilla. La prueba de la copia de la llave sin consentimiento demuestra intención. Tengo pruebas de sobra. Y usted lo sabe bien, abogado, para que la fiscalía pida la prisión permanente. Pero ¿tienes idea de cómo lo pasarás en prisión siendo el asesino cobarde de una agente de policía? ¿Crees que te tratarán como un héroe? Estás equivocado y, encima, ¡para toda tu vida!
―¿Tiene algo que ofrecer?
―Si me cuentas lo que me falta para el móvil, le pediré a Fiscalía que evite la permanente ―ofreció antes de salir.


Tras otra media hora de charla abogadocliente, Velázquez volvió a entrar en la sala.

―¿Y bien?
―Contra mi consejo, mi cliente quiere hacer una declaración.
―Está bien, te escucho.
―Érica me había dicho un par de días antes que sentía que me había dado falsas esperanzas. Que en realidad no me veía sino como un amigo. Yo insistí e insistí, pero ella se lo tomó a mal y decidió romper por lo sano. Me exigió que le devolviera su copia de la llave. Le pregunté por qué me trataba así, si yo siempre la había tratado bien. Ella me dijo que había vuelto a Madrid para retomar una antigua relación y que en el fondo nunca había dejado de amar a ese otro hombre. Que sentía que había sido un gran error y trataría de arreglarlo, si todavía estaba a tiempo, pero que al conocerme se pudo acomodar más rápidamente a la vuelta a la ciudad, y que ya se sentía con fuerzas para llamar a ese viejo amor que dejó atrás cuando se fue a Arganda. Yo le dije que de acuerdo, que iría a por la llave a mi piso. Y al volver, como usted sospechó, dejé que cerrara la puerta y se confiara para entrar en silencio y acabar con ella. Sé lo que parece, pero de verdad que no soy así. Yo me dejé llevar por un impulso, un arrebato de locura. Yo la amaba de verdad, no quería hacerle daño.
―Un arrebato de locura no se planifica. Está todo grabado y se le pasará la transcripción para que la firme. Un compañero vendrá pronto a acompañarlo a su celda.

Velázquez, mientras oía la confesión, estuvo a punto de arrancar el brazo de la silla en la que estaba sentado y partirle el cráneo con el mismo a su interlocutor. Era obvio a quién se refería Érica por boca de su asesino, pero si se sabía su implicación en el caso echaría por tierra todas las pruebas conseguidas. Y no permitiría que se librara por un tecnicismo.

Domingo por la noche, casi lunes ya. Una botella carísima de Chivas Regal como única compañía. Ya era la tercera dosis de tres dedos que se servía. Eso sí, con parsimonia en la ingesta. Un poco de música lenta salía del pequeño altavoz del móvil. Y en la otra mano, la foto de Érica, que miraba fijamente, mientras sus ojos poco a poco cedían al cansancio, hasta caer rendido de sueño.

―Gracias por dejarme ir en paz cazando al tipejo que me quitó la vida.
―He tenido que hacer acopio de todas mis fuerzas para no acabar con él allí mismo.
―Lo sé. Pero tú tienes mucho más que darle al mundo.
―Este mundo no merece nada si no estás en él.
―No hables así, sabes que no me gusta. Dedícame una de tus sonrisas. Y, por cierto, gracias por mantener tu promesa.
―¿Qué promesa?
―Me gustas cuando te veo con ese trozo de regaliz negro.


El inspector Velázquez dormía plácidamente cuando, con una sonrisa, juraría que sintió un escalofrío momentáneo en los labios.

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