31 May
31May

Por Heriberto Quintana (2022)Ilustrador: Pedro Santana Hernández (@pedrosandez_illustrating)


CAPÍTULO I. Rojo carmesí

Para Velázquez esta no era sino una forma de acabar la semana, igual que las demás. La llamada del oficial de guardia siempre tenía el mismo significado: un cadáver. Ya había perdido toda esperanza de pasar un fin de semana sin que las imágenes de otro crimen le invadiesen la mente. Llegó al escenario, sin prisas, ni siquiera se molestó en poner la sirena de su Renault Clio.


Mientras estacionaba y se quitaba el cinturón de seguridad, se percató de la presencia en la puerta de la comisaria Vilches.

―¡Lo que faltaba! El fiambre será familiar de alguien importante o, peor, se tratará de algún famosillo del tres al cuarto con miles de seguidores en las redes ―mascullaba sus quejas Velázquez a medida que avanzaba hacia la puerta. Al llegar saludó con desdén―: ¡Buenas tardes, comisaria!
―Buenas tardes, inspector ―recalcó la jefa.―No me diga más. El cadáver era alguien importante. Y pensó que debía actuar con rapidez y sigilo para que los medios no nos crucifiquen. Y viene a asesorar sobre cómo hacerlo.
―Muy gracioso, pero dudo que siga con ese humor cuando acabe la jornada. La víctima era la agente López, Érica López.
―¿Cómo dice? ―Velázquez se detuvo a mitad de la escalera que llevaba al primer piso. La Agente Érica López tenía una historia con el inspector; aunque no hubiera sido público, todo el mundo en la central conocía la realidad de su relación. Y, además, que ella había pedido el traslado a otra ciudad porque, de quedarse allí, esa relación hubiera truncado su carrera profesional.
―Oficialmente no es compañera nuestra, por lo que no estamos obligados a rechazar el caso. Pero, si no te ves capaz, dímelo y se lo pasaremos al distrito ocho.

El inspector no se molestó en responder a la comisaria. Nadie podría quitarle este caso. Reanudó el ascenso, solo que esta vez subía los escalones de dos en dos. Mientras, trataba de recordar la última conversación que tuvieron. No estaba seguro, pero muy probablemente había sido una discusión. Y eso le hervía la sangre. Nunca piensas que puede morir alguien, y esas cosas que dices, fruto del enfado del momento, pueden ser las últimas palabras que oigan de ti. A pesar de que en realidad no lo pienses de esa persona.

Al llegar a la segunda planta, no pudo siquiera salir al descansillo. Desde el marco de la puerta salía un charco de sangre. Hacía al menos un par de horas que estaba allí. Lo sabía por el color carmesí que adquiere el líquido en ese tiempo, justo antes de tornar a un marrón pestilente.

―¿Por qué está esto así? ―preguntó a los agentes presentes.
―Buenas tardes, inspector. Los de la científica no han terminado todavía, señor. No se puede acceder sin protección, y me temo que aquí no tengo protectores para sus zapatos ―respondió. Sin embargo, al ver la cara del inspector, el agente tomó la iniciativa―. Pero si espera un poco se los pediré a los compañeros que están dentro del domicilio.

Velázquez seguía en ese estado previo a la ira, en el que cada detalle que percibes se siente como una agresión. En el que no atiendes a razones. Buscaba entre sus bolsillos un par de guantes de látex, pero sabía perfectamente que había dejado todo el material en el coche, fruto de la desgana con la que había llegado al lugar de los hechos.

―Está bien; pídale también unos guantes, hágame el favor.
―Sí, señor.

Pasaron dos eternos minutos. Tanto que a Velázquez cada uno de ellos le pareció una hora. Cuando volvió, el agente le dejó unos protectores para los zapatos y un par de guantes de látex. Ya colocado el material preceptivo, se acercó al quicio de la puerta. Desde el mismo era capaz de ver la escena del crimen. Sin necesidad de traspasar el umbral.

―¿Qué sabemos? ―les preguntó a los técnicos que estaban allí tomando fotografías y anotando datos.
―La víctima es la inquilina del domicilio. Se llamaba Érica López López. Compañera del cuerpo de Arganda. No se aprecian signos de fuerza, ni de una entrada forzada en la vivienda. Como puede observarse, tiene un corte en la yugular que la desangró rápidamente. Hay lo que parece parte de una huella, pero inapreciable; lo han limpiado según parece con esa bufanda. Además, da la impresión de que a la víctima tuvo tiempo de escribir algo en el suelo, con su propia sangre. Una especie de flecha o algo así. La puerta estaba cerrada, sin pasar la llave. El vecino de al lado dio el aviso al ver cómo salía sangre por debajo de la puerta. Para evitar entorpecer la investigación, se usó la copia de la llave que él tenía, dice que se la había dado la propia víctima por si algún día se le quedaba dentro la de ella. Aunque como le decía tampoco había signos de haber forzado la entrada. No encontramos su portátil ni su teléfono, pero no parece que le robaran nada más de valor.
―Ha llegado el juez ―avisó uno de los agentes de la puerta al inspector mientras la comisaria subía junto al juez de guardia. Velázquez se asomó por la barandilla de la escalera y vio al hombre que subía.
―¡Más buenas noticias…! ―Ya había tenido algún roce con el juez Padilla. Y si veía que era él quien se encargaba de la investigación, seguramente empezaría a complicarle la vida, por lo que decidió salir de allí antes de que lo viera―. ¿Dónde está el testigo?
―En su casa. Segundo izquierda, señor.

Se quitó los protectores y los dejó en la cajita que los de la científica usan a tal efecto. Acto seguido acudió presto al segundo izquierda. Entró directamente, y mientras sacaba su pequeño bloc de notas y el bolígrafo BIC de cuatro colores que siempre lo acompañaba avanzó hasta la estancia principal de la casa.

―¡Buenas tardes! Soy el inspector Velázquez. Me dicen mis compañeros que usted dio el aviso y les facilitó el acceso al domicilio de Érica, es decir, de la señorita López.
―Sí, ha sido todo un horror. No me lo podía creer. Toda esa sangre. No se me quita de la cabeza.
―Trate de tranquilizarse, cuénteme todo desde el principio.
―¿Otra vez? Ya se lo he dicho todo a sus compañeros. ¿De verdad tengo que rememorar eso de nuevo?, ¿acaso no se pasan ustedes sus notas?
―Señor…
―Mi nombre es Aday Moreno Quentan.
―¡Qué apellido más exótico! ¿Es usted español?
―¿Eso tiene algo que ver? Mi madre es de origen irlandés. Pero sí, soy nacido y criado aquí.
―Tranquilo, era simple curiosidad. No, no tiene nada que ver con los hechos. Verá, una vez que pasa el shock del primer momento, siempre nos vienen a la mente nuevos detalles. Es por eso que se le pregunta más tarde, cuando ha pasado el impacto inicial. Todo lo que recuerde podría ayudarnos para la resolución del caso.
―Pues, la verdad, no es que tenga demasiada información que darles. Salía de casa para ir a dar una vuelta por el parque; no es que lo haga todos los días, pero hoy me apetecía, estaba un poco agobiado por un tema personal. Y quería coger un poco de aire. Nada más salir de casa, se veía un pequeño charco de sangre. Toqué varias veces el timbre y llamé a la puerta, pero nadie abrió, por lo que saqué mi móvil del bolsillo para llamar al 112. Me preguntaron varias cosas, no recuerdo bien. Si la sangre podía ser mía, creo, no sé; el caso es que le tuve que gritar a esa operadora que mandase a la policía y una ambulancia. Ahora pienso que fui un poco brusco con ella. Lo siento mucho, ¿usted podría contactar con ella y darle mis disculpas?
―No se preocupe, están entrenados para estas situaciones. Continúe, por favor.―Pues los agentes tardaron muy poco, supongo que estaban cerca. Y los dos también tocaron la puerta. Uno, el más alto, le dijo a su compañero que subiera el ariete para romper la cerradura, y le comenté que yo tengo una llave que ella me dio por si algún día se le perdía la suya o se la dejaba dentro. Ellos hablaron entre sí, y me pidieron que se la diera. Entraron y allí estaba la pobre Érica. Uno de los policías entró de un salto y le tocó el cuello, supongo que comprobaba si había pulso. El otro llamó para preguntar por la ambulancia, que resulta que estaba llegando ya. Los de la ambulancia simplemente confirmaron que no se podía hacer nada por ella. Y yo, pues me vine a mi casa a llorar mientras me hacían una y otra vez las mismas preguntas.―Comprendo. Gracias por su paciencia. Y, dígame, ¿la llave se la devolvieron?―Pues no, se la quedó el policía más alto. ¿Debería pedírsela? No creo, ¿no? Al fin y al cabo, ya no tiene sentido que la guarde.
―Efectivamente, ya no la necesitará. Y ¿sabría decirme si en la mañana de hoy se produjo alguna discusión o pelea? ¿Sabe si Éri… la señorita López recibió alguna visita?
―Desde luego, yo no oí nada. No me enteré de que alguien entrara. Está claro que alguien tuvo que entrar, pero tampoco sería fácil que yo lo oyese, porque Érica siempre tenía música puesta. Además, solía ser a un volumen considerable. Los vecinos del tercero siempre se quejaban de eso. ―Velázquez recordaba sus gustos musicales y asentía con la cabeza mientras escribía en su pequeño bloc, como queriendo confirmar que efectivamente tenía esa manía―. La pobre, si hubiera sido un poco más discreta, seguramente estaría viva.
―Y sobre lo de recibir visitas, ¿me puede decir algo?―Pues tampoco es que fuera una monja de clausura, pero no tenía costumbre de traer hombres a casa. Si es eso lo que me pregunta. Y tampoco es que yo esté siempre atento a esas cosas. Cada uno hace la vida a su gusto, somos mayorcitos.
―Y, dígame, ¿su vecina y usted eran muy amigos?―¿Cómo dice? Pues éramos amigos, pero no sé cómo se es «muy amigo». Alguna vez fuimos a dar una vuelta, o tomábamos café en casa de uno o el otro, y esas cosas. Lo normal, ¿no?
―Pues bien, creo que esto es todo por el momento, señor Moreno. Tenga mi tarjeta. Si recuerda algo más, aunque sea un pequeño detalle, por favor, llámeme. El móvil que aparece ahí es mío directo, da igual la hora del día que sea. Quizá más adelante lo vuelva a visitar.
―De acuerdo, muchas gracias. ¿Sabría decirme si el descansillo lo limpian ustedes o si tengo que hablar con la comunidad?
―Cuando el juez permita levantar el cadáver vendrá una cuadrilla de la científica, tienen que retirar todos los restos biológicos. Son pruebas forenses. Limpiarán y pondrán un precinto a la puerta para que nadie entre. Aunque mi experiencia me dice que tendrán que hacer un trabajo más concienzudo para eliminar todo rastro, así que quizá sí que deban hablar con la comunidad de vecinos para que contraten un servicio especial. ―Hizo una pausa, como quedándose ausente; no podía creer que hablara tan fríamente de la sangre de Érica―. Pues quedamos así, gracias por su ayuda.


Había comprobado que el juez bajó las escaleras, probablemente para tratar directamente con la comisaria los detalles. Aprovecharía para pasar a observar con sus propios ojos el escenario. Los de la científica son muy detallistas, pero él conocía a Érica, y sería capaz de ver algo fuera de lugar.

―Oiga, no tendrá por casualidad otro juego de protectores, ¿verdad?
―Sí, señor. Tenga.
―Gracias.
―No hay de qué.

Mientras se cubría los zapatos, apoyado en la puerta, observó que junto a la misma había un pequeño colgador con un juego de llaves en uno de los ganchos, y otra llave suelta también. Al lado de este colgador, un espejo de cuerpo entero, para echar un último vistazo antes de salir. A los lados de este espejo, varios percheros con gorros, algún abrigo y bufandas varias, entre otras la que habían usado para limpiar la huella del calzado. De repente se vio a sí mismo mirando con cierta impaciencia a la propia Érica mientras se terminaba de preparar antes de salir; y así cada mañana. Volvió al instante actual. Bajó la mirada allí donde no había querido mirar hasta el momento. El cuerpo de Érica yacía sobre el piso, con la mano derecha debajo del abdomen, y el brazo izquierdo semiflexionado con el dedo índice estirado y sobre un charco de sangre. Junto al charco, una figura extraña. Tenían razón los agentes, parecía una especie de flecha, o más bien de punta de flecha:


Para Velázquez, aquella visión era una tortura en sí misma. Volver a ver a Érica, en estas circunstancias, era mucho más de lo que estaba dispuesto a aceptar, pero estaba decidido a canalizar aquellos sentimientos y atrapar al malnacido que le hubiera hecho esto. Decidió verla como un caso más: prestaría atención a los detalles, y que estos lo llevasen a la resolución.

Así pues, pasó por encima del cuerpo y empezó a investigar. En el salón habían revuelto la zona del escritorio. Obviamente, el asesino no era un desconocido. Había intentado borrar su rastro digital al llevarse el ordenador, la tablet y el teléfono móvil. Pero ¿y el rastro analógico?, ¿se habría dado cuenta? Buscó por la casa fotografías, y las que estaban colocadas eran todas de la propia Érica, alguna con su familia, otras con hermosos paisajes de fondo. Le volvieron a asaltar recuerdos de su vida en común. Alguna de esas fotos las sacó él mismo. Ahora se arrepentía de no haber hecho un selfie. Siguió buscando. En su aparador había una pequeña caja; en la misma, varias fotos impresas. Eran recientes, tenía el peinado como lo llevaba ahora, mucho más largo que cuando estaban juntos. Sospechó que allí ocurrió lo mismo, el que había sacado las fotos debía ser el hombre misterioso. Otra vez se acordó del material que había dejado en el coche. Luego se dirigió a la cocina y tomó de uno de los cajones una bolsa para congelar que convirtió en improvisada bolsa de pruebas para guardar las instantáneas. Justo entonces, se dio cuenta de que había un cerco de polvo peculiar en la mesilla. Estaba claro que el asesino se había llevado algo que creía importante, puede que una fotografía. Los técnicos de la científica no lo habían visto, pues no tenía marcador, así que también lo improvisó con un postit y sacó una foto con su móvil.

Paseó por el resto de la casa, vio junto a uno de los marcadores amarillos los restos de una huella de zapato. El criminal se había manchado, se dio cuenta y trató de eliminar su rastro. Puede que al hacerlo dejara algo de ADN. Cruzó los dedos instintivamente.

―Señor, han venido del instituto forense a llevarse el cuerpo. ¿Quiere estar presente?
―No, gracias. Yo ya he terminado aquí. Tome, quiero que etiqueten y añadan esta bolsa a la caja de las pruebas. Y avise de que les mandaré una foto por correo.
―Sí, señor. De acuerdo.


El inspector pasó de largo, raudo hacia la escalera. No quería tener aquella visión presente todo el fin de semana. Pero era evidente que nada podría evitarlo.

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