03 Dec
03Dec

Todavía recuerdo cuando se me paró el corazón. De entre el resto de personas que abarrotaban la estancia, fuiste tú quien destacó y capturó mi mirada. Te giraste de improviso, y la cadencia de tu cabello formó un abanico que pareciera moverse a cámara lenta. No sé si diez, o doce personas que escoltaban tu presencia, fueron desapareciendo una a una. Así hasta que tú, y solo tú quedaste ante mi.

Y les oía, sí. Sé que me hablaban. Hasta puede que les respondiera. En modo automático, claro. Porque mi atención era solo tuya. Por el tiempo preciso hasta que recordé respirar. Pero mis pulmones ya no necesitaban oxígeno, o al menos no solamente. A partir de ese momento necesitaban de tu aroma, el cual desconocía.

Me acerqué. Con pasos cortos y seguros. No entiendo de dónde sacaron la sangre mis músculos. Mi corazón seguía en parada. En llegando a tu vera, alguna de tus amigas se me acercó y cortesmente la esquivé. A menos de dos metros, ya sentía tu perfume. Sabía que tu aroma me devolvería el alma, mi pecho ya se volvía a colmar. De tus perlas dedicadas a cautivar con la sonrisa, preferí no decir nada. Del azabache de tu mirada, por fin fui blanco. Y allí, en ese instante, por un momento, el dolor inmenso en mi pecho. Y de nuevo, un sonido que recordaba: tum tum, tum tum. Mi corazón por fin latía.

- Pero Alberto, ¿qué haces parado ahí como un pasmarote?

- Lo siento cariño. Estaba recordando una cosa. Por cierto, ¿te he dicho alguna vez lo mucho que me gusta tu peinado?

- ¡Mira que eres tonto! Anda, vamos. Casi cincuenta años que te conozco, y no cambias.


Comentarios
* No se publicará la dirección de correo electrónico en el sitio web.