¡Son tantos años! Me he acostumbrado a ti. Tal es así, que ya no me fijo en alternativas. Pero, no lo hago, porque simplemente tú me completas.
Mas confieso, que fui débil. Como lo es la carne. Como lo es la misma esencia del ser humano. No supe negarme. Me dejé llevar. Me insistió tanto, y nunca pensé que llegaría tan lejos. Al fin y al cabo. Era una única vez. Estaba seguro de ello.
Ella se presentó de forma rutilante. Como lo hace una estrella. Cegándome con lo suntuosa de su oferta. Juraría que debajo de sus labios salían brillantes luces que me daban de pleno en los ojos. Y siendo esta la presentación, ¿Cómo iba a decir que no? Después de ese primer contacto, sus palabras me envolvían melodiosas en el yunque y el estribo. Cantos de sirena que me hicieron zozobrar en mi propio camino a Ítaca.
Lo confieso. Tras ese primer encuentro, hubo un segundo, y un tercero. ¡Está bien! Y un cuarto. Lo que empezó siendo un simple coqueteo, tornó rápidamente. O al menos así me lo parece a mi. En un torbellino de desenfreno.
Y aquí estamos. En el punto justo de perplejidad. Que en mi confesión podrás percibir. Porque llegado el día en que hemos de enfrentarnos, no soy capaz de mantener esta farsa por más tiempo. Tú me completas, me das lo que necesito en su justa medida, me llenas de la energía necesaria para el día a día.
Mientras que por el otro lado. Tengo el regusto del placer, que siempre solapa al posterior sentimiento de culpabilidad. Que además sé que aparecerá. Son tan dulces los momentos que vivo, que nada podría hacer que me arrepienta. Hasta que, sin embargo, ocurre. Y ocurre porque sé, perfectamente, que lo correcto es la única opción. Y lo incorrecto, aunque pudiera resultar placentero, tiene graves consecuencias.
Así que, ¡lo he decidido! Apuesto por ti. Sin lugar a dudas. Nunca más te abandonaré. Chocolate negro. Por más dulce que esté esta tableta de chocolate con leche.
Por favor, señorita, me llevo esta tableta, deje esta otra fuera.