02 Oct
02Oct

A la muerte del regente, y el posterior «accidente» sufrido por el príncipe. El país se dividió en dos facciones, cada una de ellas apoyando a uno de los primos del príncipe. Para cada bando, el suyo, era el legítimo primo heredero del trono, y por tanto debía estar al frente del estado de Lihece. Un pequeño país de aproximadamente sesenta y cinco mil kilómetros cuadrados, de apenas ocho millones de habitantes. El principal motor económico de Lihece es la industria naval. Si bien, eso es más en la costa del norte. Los lihecenses del norte son más ricos que sus compatriotas del sur. Los cuales, diversifican su economía entre la agricultura, ganadería y cierto auge del turismo. Aunque en este caso, la mayoría de complejos turísticos del sur, están en manos de empresarios del norte. Por lo que, los beneficios de tales explotaciones se van para aquellas coordenadas. Y raramente se reinvierten en ese despuntante negocio.

La polarización política, la crispación, y el enconamiento de posturas, hizo que los primos acabasen con posiciones irreconciliables. Lo que a su vez produjo un fraccionamiento del territorio casi por la mitad. El norte, con mayores posibilidades económicas, tenía la mayor parte del ejército profesional de Lihece. El sur, se alzó en armas gracias a los polvorines, que estaban cautelosamente repartidos por aquel territorio, en previsión, según el regente, de una más que probable invasión de los vecinos de esa frontera.

Tras dos años de luchas fratricidas, ninguno de los bandos consigue avanzar, y se corre el riesgo de que el país se divida en dos. Sin embargo, ninguno de los primos quiere renunciar a la otra mitad del territorio; ya que realmente existe una gran interdependencia entre el sur y el norte. A pesar de que Lihece es una potencia naval, apenas tiene capacidad aérea. Tampoco son partidarios de combates de fuerte artillería, que devastarían el territorio. Así, se ha creado una guerra de trincheras que ha dejado el frente como una gran cicatriz que divide el país. 

Jonás Castrillo llegó a Alférez gracias a su apellido. Entró directamente con ese rango de oficial en el ejército de tierra. No tenía ninguna experiencia de mando. Ni de nada, que no fuera vivir sin preocupaciones. Su propia carrera de Ingeniería está bajo sospecha, nunca demostrada, de compra por parte de su padre. Y esa carrera, precísamente, le llevó directamente al cuerpo de zapadores. Si algo es necesario en una guerra de trincheras, son zapadores. Pero, tras algunos sonoros fracasos, propios de quien pasaba la mayor parte de las clases durmiendo o con resaca, sus jefes decidieron degradarle. Lo que se traducía en la asunción de funciones distintas a las de un alférez.  Porque su rango, dada la importante aportación de la familia Castrillo a la causa del Norte, no podía ser removido.


Cristo Santana era el prototipo de lihecense del sur. Un rudo hombre moreno, alto y curtido en el trabajo de la tierra. Fuerte como los bueyes que usaban para arar las tierras de la familia Castrillo. Estaba contento, porque le habían destinado cerca de su casa. Las noches donde las armas daban tregua a los hombres, se oía el rugir de la Cascada de San Miguel. Llamada así por pertenecer al término municipal del mismo nombre. Los jóvenes, cuando todavía se les permitía serlo, iban a esa cascada, y a la charca que se formaba, para pasar las calurosas tardes de verano. Les alcanzaba la noche, entre chapuzones y banquetes de abundantes y variadas frutas que solían prodigarse en su vereda de acceso. Antes incluso de que se reclutara a todo hombre capaz de portar un arma, Cristo tuvo que apuntarse a los voluntarios del sur, para limpiar el honor de su familia. Ana, su hermana, había dado a luz a un vástago bastardo de los Castrillo. Por lo que, a pesar de no contar con su apellido, serían marcados por los vecinos de los Santana. Su posición política en el conflicto, y por ende su lealtad, quedó en entredicho. Situación que se solventó con el sacrificio de ir voluntario al frente. Siendo uno de los primeros de San Miguel que acudió a luchar por la causa del primo del sur.


Jonás Castrillo estaba destinado a la vigilancia de la trinchera de la cascada. Su designación, a pesar de lo que pudiera parecer, no significaba que estuviera en la caída del agua. Pero sí que estaba lo suficientemente cerca como para oírla. La cicatriz de la tierra tenía un tentáculo que penetraba unos cincuenta metros en tierra de nadie. En el extremo de dicho tentáculo se cavó un círculo que permitía observar a los traidores del sur por si trataban de avanzar o asaltar la trinchera principal. Jonás estaba armado, con su fusil y, al ser oficial, también contaba con una pistola semiautomática de nueve disparos. Pero la principal capacidad defensiva era un mando a distancia que provocaba la explosión de minas estratégicamente colocadas para destruir a los enemigos en su avance. Que además serviría de aviso para los ocupantes de la trinchera de la cascada. El cielo estaba despejado, y aunque la luna no estaba en su apogeo, sí que alumbraba lo suficiente la tierra como para descartar un ataque de los enemigos. Por esta circunstancia, se permitió tumbarse sobre unos sacos de tierra colocados a modo de escalera, y que en esta ocasión le serviría, tras la correcta redistribución, como cómodo e improvisado sillón. Colocó el fusil a su lado, culata a tierra, y entrelazó sus dedos tras la nuca, en el hueco que le dejaba el casco reglamentario. Miraba la luna mientras recordaba aquellas tardes junto al estruendo de la cascada, que en nada aminoraba el sonido de las risas de los jóvenes que allí pasaban sus horas estivales. Y entonces, entre tantos buenos recuerdos, le asaltó el de Ana. Se preguntaba qué habría sido de ella. Eran más que amigos, eran amantes. Pero, de repente, suponía que por la situación política, desapareció de su vida. Pero, ¡qué hermosa era Ana! ¡Y qué bellos eran sus recuerdos!


Cristo Santana fue llamado ante los oficiales. Se le interrogó acerca de su conocimiento del territorio. Por supuesto les informó de que creció entre aquellos bosques, senderos y la cascada. Ante la confirmación de lo que ya sabían, se le informó debidamente de la misión. Un equipo de zapadores, había avanzando en el terreno, despejando un pequeño sendero que tenía capacidad para avanzar un soldado, o acaso una hilera de ellos. Una vez limpia la presencia de minas, en ese sendero, se cortó la tira de concertinas que los traidores del norte habían instalado. En su lugar, para no llamar la atención, se habían colocado simples alambres que ningún daño podían causar al avanzar bajo los mismos. Los del sur sabían de la colocación de minas por control remoto desde la avanzadilla de la trinchera de la cascada. La misión sería arrastrarse por el territorio hasta dicho puesto de vigilancia. Neutralizar al destacamento de tropas que allí estén, sin que sea descubierto por el grueso de las tropas que aguardan en la trinchera de la cascada. Destruir el sistema de control remoto. Y avisar a su puesto para que puedan acudir las tropas del pelotón de asalto. Una vez hecho esto, deberá proteger la posición para que no la retome el enemigo. Para esta misión acudiría con su fusil, abundante munición, y granadas de mano. Sin embargo, nada de esto podrá ser usado hasta cumplir con el objetivo de su misión. Por lo que deberá calar su bayoneta y procurar no ser descubierto al ejecutar las órdenes.

Cristo estaba ya en posición. Debidamente pertrechado, esperaba la orden de avanzar mientras dejaba volar su imaginación hasta su hogar. Hacía más de dos años que los había dejado. Y esperaba poder obtener un permiso una vez realizada esta misión para acercarse a la casa que le vio crecer. Y hablando de crecer, el pequeño Martín debía ya estar hablando y corriendo por toda la casa, volviendo locos a su madre y abuelos. Se le dibujaba una sonrisa imaginando, cuando sintió la mano del sargento sobre su hombro, borró la sonrisa para saltar de su trinchera cuerpo a tierra con las gafas de visión nocturna. Las minúsculas valizas que depositaron los zapadores, le servían de guía para avanzar por entre el barro, las piedras, la baja arboreda que todavía existía, o su esqueleto calcinado, y finalmente las barreras de metal que aguantan las tiras de serpentinas. Si no fuera por el trabajo previamente hecho, sería un suicidio tratar de entrar por ahí. Sus cuchillas son tan afiladas, que se diría que las hicieron con cuchillas de afeitar.

Pasado el eje central de la tierra de nadie, ahora debía guiarse por su instinto. La luz de la luna le suponía un grave perjuicio para su intención de avanzar sin que se dieran cuenta. Le habían enseñado muchos planos sobre dónde se encontraba la avanzadilla de la trinchera, pero en el plano no habían cuerpos abandonados y su pestilente hedor, ni pequeños hierros clavados en el suelo con el propósito de impedir cualquier avance del enemigo. Uno de esos hierros se injertó en su muslo izquierdo al doblarlo para reptar por el terreno. mordió su guante para evitar chillar al notar como le cortaba el músculo. Retrocedió lo justo para esquivar el hierro, estiró su mano izquierda, y comprobó cuán profunda era la herida.

Jonás, emocionado por sus recuerdos, se incorporó y colocó los sacos para que pareciera más un sillón que un diván. Abrió la cantimplora y dio un largo trago. Hubiera preferido que se tratara de cerveza, pero tenía que conformarse con agua. Maldecía su suerte al tener que estar allí pese a ser oficial. Y se preguntaba qué sería de aquella hermosa chica que probablemente estaría escuchando el mismo tronar de la cascada que él. Puso la cantimplora sobre su nuca y dejó caer agua suficiente para bajarle la temperatura, tanto la física como la de su imaginación. En nada le convenía recordar lo ardiente que podía ser Ana. Alumbró su reloj para comprobar cuánto le quedaba de ese suplicio, antes de que vinieran a relevarle.

Cristo vio fugazmente un haz de luz que salía de la tierra. Se había desviado unos pocos metros. Era evidente que los planos no eran tan fiables como creían los mandos. Reorientó su pose, tras amarrar unas vendas en su herida. Al tiempo que se acercaba al punto desde el que salió la luz, movía el fusil como si de un limpiaparabrisas se tratara, para tratar de evitar otra sorpresa en forma de hierro enterrado. Las gafas de visión nocturna no podía usarlas demasiado, porque delatarían su posición, pero la luna era suficiente para darse cuenta de que estaba a escasos tres metros de su objetivo. Sacó con cuidado la bayoneta de su cinturón, y la caló, tratando de evitar el click que provoca el seguro al colocarla. Pero, a pesar de sus precauciones, sí que se sintió dado el silencio que imperaba. En ese momento se lamentó de no haberla calado antes de salir. Y se abalanzó sobre el hueco que estaba en la tierra.Jonás oyó un sonido metálico proveniente del campo de batalla. Nada natural haría ese ruido, por lo que se levantó de golpe del improvisado sillón, mientras miraba a los lados tratando de encontrar el fusil, cuando por fin lo encontró se agachó por él y al hacerlo vio la sombra de alguien que se le acercaba desde atrás. Se dejó caer sobre los sacos al tiempo que apuntaba el fusil hacia el intruso que tenía a contraluz. Apretó el gatillo y, para su sorpresa, nada ocurrió. La mayor sorpresa se la llevó el asaltante, que se vió muerto antes de morir fruto de un disparo a bocajarro. Jonás, presa del pánico, había olvidado quitar el seguro, pero ese mismo pánico le impedía darse cuenta. Cogió el casco y se lo lanzó a la cabeza de su rival. Que lo esquivó y cayó contra la pared tallada en la tierra. La luz de la luna ya no la tenía a su espalda, por lo que le dió directamente en la cara.

  - ¡Cristo! ¿Eres tú? ¡Joder! Casi te mato. Soy yo, Jonás.

  - Jonás. ¿Castrillo?

  - ¡¡Sí!! Dios, casualmente estaba ahora pensando en tu hermana, Ana.


Cristo, que no había dejado de sujetar el fusil, se reincorporó y estirando sendos brazos, clavó la bayoneta en el cuello de Jonás.

  - ¡Cállate cerdo! No se te ocurra pronunciar el nombre de mi hermana. ¡Desgraciado!


Jonás, que seguía sentado en los sacos con forma de sillón, vio como todo delante de él se manchaba de rojo. Su sangre brotaba a chorros, mientras trataba de comprender lo que acababa de ocurrir. Trató de taponar la hemorragia con la mano izquierda, y aunque trataba de hablar, no podía. Quería preguntarle a Cristo sus motivos para lo que acababa de hacer. Y sobre lo que estaba haciendo ahora mismo dando vueltas por el puesto de vigilancia. Ignoraba que buscaba el control remoto. Igual que Cristo ignoraba que dicho control lo tenía encima su otrora amigo. Echó mano a su cinto, abrió la cartuchera derecha, sacó la pistola reglamentaria, y con la vista que le permitía la oscuridad y la pérdida de sangre, apuntó a su ahora rival y descargó las nueve balas sobre él. La mayoría de ellas impactaron sobre Cristo. Cierto que algunas las pararon las protecciones. Pero la que le cruzó la cabeza, entrando por la barbilla y saliendo por la base de su casco fue mortal de necesidad.

Los disparos pusieron en alerta a los vigías de la trinchera de la cascada. Que encendieron las luces buscando enemigos entrando en tierra de nadie. Y nadie era quien trataba de invadirlos. El escuadrón que acudió al puesto de avanzada, comprobó al llegar que Jonás Castrillo había defendido el puesto, y con su valor se había ganado el ascenso a Teniente, y la medalla al valor a título póstumo.

Los mandos del sur enviaron una escueta nota de agradecimiento por su sacrificio a los padres del soldado Cristo Santana. Donde hacían constar «el enorme amor que por la causa de la justicia que defendían, solo era comparable con el que profesaba por su familia».


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