Cuenta la leyenda, que existió un pueblo muy lejano llamado Blanco y Negro. Lo llamaban así, porque las normas del lugar obligaban al uso de esos dos colores en todo lo concerniente a la decoración. A tal extremo llegaba, que hasta los adornos florales eran solo permitidos con flores de esos dos colores. Lo cual, obviamente, limitaba y mucho las variedades florales disponibles en el lugar.
A pesar de esta peculiaridad, en Blanco y Negro, disponían de todo lo que un pueblecito mediano podía necesitar. Tenían fama de ser personas muy serias, por lo que con un solo policía tenían suficiente. Además disponían de dos restaurantes, uno llamado Blanco y otro llamado, efectivamente, Negro. Tenían una escuela y un centro de enseñanza media. Pero al llegar a cierta edad, los chicos y chicas debían salir del pueblo para continuar con sus estudios. Para eso disponían de una estación de autobuses. La compañía que actuaba en esa línea era la Grey Buses Lines.
También disponían de un centro médico. Pero, tras la jubilación del Dr. Vertel, pusieron un anuncio para contratar otro médico que le sustituya. A pesar de ser un trabajo seguro y bien remunerado, que incluía además la casa para el médico del pueblo, nadie acudió al llamado. Hasta que pudieron cubrir la plaza, el Dr. Vertel se comprometió a pasar una vez por semana por el pueblo y atender las consultas que se pudieran dar. Ya que se había mudado a otro pueblo algo lejano, ahora que el domicilio sería ocupado por una nueva persona.
Tras unos meses, acudió el Dr. Sandrino. Vino con su esposa, Marta. Que además era su enfermera. Se habían enamorado hacía algunos años, y se casaron. Fruto del matrimonio tuvieron un único hijo, pero no les acompañaba en el viaje. El Dr. Sandrino puso como condición para aceptar el puesto, que también se contratara a su esposa como enfermera. Y entre los dos atenderían mejor el centro médico. Para el alcalde aquello era algo extraño, pues nunca habían necesitado de una enfermera en el pueblo. Pero, visto lo complicado que estaba siendo conseguir médico, y que tampoco es que fuera demasiado costoso el incremento salarial, aceptó.
Al mes, ya el matrimonio se había instalado en la casa. Era un coqueto dúplex que sorprendió gratamente al matrimonio, porque a pesar de la avanzada edad del anterior inquilino, estaba totalmente equipada con las modernidades del momento, y con una decoración bastante minimalista. Lo que les permitió, con muy poca inversión, adaptar ese hogar a su gusto y necesidad. El domicilio apenas estaba a diez minutos andando del centro médico, por lo que el coche familiar estaba siempre guardado en el garaje. En la parte superior había dos dormitorios, uno para el matrimonio y el segundo para el hijo, de casi once años, llamado David.
David, tenía una enfermedad que no le permitía socializar. Por lo que su madre le daba clases en casa ella misma o por teléfono con profesores contratados. También se encargaba de todo lo que precisaba para su asistencia sanitaria. Esto hacía que David mirase siempre desde la ventana, detrás de las cortinas, porque le molestaba la luz, el deambular de la sociedad de Blanco y Negro. Le llamaba la atención que no hubiera muchos niños. Y es que, a pesar de su corta edad, lo que peor llevaba de su enfermedad era la ausencia de amiguitos con los que jugar y charlar. Aunque su madre hacía todo lo que podía para tenerlo entretenido, David, siempre pedía salir a la calle. Cosa que su madre le prohibía reiteradamente, por su propia seguridad.
La enfermedad de David se había manifestado de diversas maneras. Aparte de la fotofobia, había desarrollado unos bultos en el cráneo que le deformaba su cabeza por varias partes. Y tenía problemas de hígado, lo que le obligaba a un tratamiento de su sangre, una vez a la semana. Esos fallos en el hígado le generaban un tono de piel amarillento, casi anaranjado incluso.
Eran muchas las veces que David les pedía a los padres que le apuntaran en la escuela. Pero ellos, conscientes como nadie de lo peligroso que puede suponer salir de un ambiente controlado. Y de la facilidad con que los niños se contagian enfermedades que para otro niño serían leves, pero para él graves. No se lo permitían.
Y así, día a día, los padres de David se integraron perfectamente en la comunidad de Blanco y Negro. La ayuda de Marta como enfermera del centro médico, permitió que el doctor atendiera con mejor calidad los casos más importantes. David, que a pesar de su corta edad, era un niño muy responsable, hacía todas las tareas que le dejan programadas antes de irse. Y si Marta no tenía que acudir a consulta, se quedaba en casa atendiendo a la formación de su hijo. Otras veces, son profesores a distancia, que mantienen el contacto con la familia desde su ciudad anterior.
Todo iba bien hasta que la víspera del día de difuntos, un autobús proveniente de la capital volcó debido a la mala visibilidad existente por niebla en el valle de entrada. El agente de policía también tenía que conducir una de las dos ambulancias de que disponen. La otra la llevaba uno de los bomberos. La mayor parte de los adultos del pueblo, acudieron a ayudar como podían. Mientras, médico y enfermera, esperaban en urgencias la llegada de pacientes, y los iban atendiendo a razón de la gravedad de sus heridas. Afortunadamente no había llegado ningún caso en que corriera peligro la vida del accidentado. Pero, aun así eran pocas manos para tanta persona herida. Por ello, Marta llamó a casa, para dar instrucciones a su hijo quien apuntó en la libreta al lado del teléfono todo lo que le decía, para calentar la cena.
Una vez terminó su cena, David acudió a la alhacena para comerse el postre. Se lo había ganado tras un largo día solo en casa. Y entonces descubrió que su madre no había comprado nada para el postre. Se dispuso a llamarla, pero veía por la ventana lo ocupados que estaban con el trajín de ambulancias y otros coches transportando heridos. Por lo que, tras un largo rato pensando, llegó a la conclusión de que tenía suficiente edad para ir a casa de los vecinos a pedirle algo de postre. Se puso su chaqueta roja, y asegurándose llevar consigo las llaves de casa y una bolsa para traer su postre, se dispuso a salir. Entonces recordó, que no se puede ir a casa de alguien sin llevar algo con que obsequiarles, además si les iba a pedir un postre, ¿qué menos que recompensarlos de alguna forma? Mirando a su alrededor, se le ocurrió llevar unos huevos, puesto que tenían muchos. Los puso con cuidado en la bolsa que tenía, y ahora sí que se dispuso a ir a la casa de los siguientes vecinos.
Tocó en la puerta, pero nadie abría. Volvió a tocar y desde el otro lado se oyó la voz de un niño quizá de la misma edad que David.
–¿Quién es?
–¡Hola! Soy el hijo de los vecinos. ¿Tienes un postre?Al otro lado se oían rumores, como si debatieran si darle o no algún postre al visitante. Entonces se percató de que alguien miró desde la ventana.
–¡Es un niño calabaza! –Gritó otra voz, tan alto que lo oyó David desde fuera.
–¡No soy un niño calabaza! –Respondió con cierto enojo.
Entonces abrieron la puerta, y al otro lado habían dos niños y una niña, de diversas edades, pero bastante próximas a la suya.
–Toma, niño calabaza. Para que te alimentes. –Le ofrecieron algunas chuches, a modo de postre. David sabía que ese no era un postre sano, pero debía admitir que le gustaba mucho la idea de comerse unas chuches.
–Pero, son muchas chuches para mi. Me llamo David, por cierto.
Los tres niños se presentaron y se ofrecieron a acompañarlo a otra casa para que le conozcan y a lo mejor allí sí que tenían buenos postres, porque como estaban los adultos atendiendo el accidente, no tenían otra cosa que ofrecer. Fueron al siguiente portal y tocaron.
–¡Abre o te damos un susto! –Gritaron al responder otra niña desde el interior.
–¿Cómo me vas a asustar? –Les respondió mientras abría. Entonces, dejaron que David se acercara a la puerta, ya que estaba atrás del todo.
–¡Te presentamos al niño calabaza!
La niña se asustó ciertamente. Dió un grito y saltó. Y cuando le explicaron que era el nuevo vecino y que buscaban un postre para su cena, les ofreció también algunas golosinas, para luego sumarse a la expedición de niños buscando un postre. Y así hasta la cuarta casa. En este lugar, los niños del interior no quisieron abrir, ni con la amenaza del susto. El grupo hizo un corrillo, y viendo lo que tenía David en la bolsa, se dieron cuenta de que tenían todavía los huevos. Pit, el mayor de todos, tomó dos, uno por mano, y los lanzó contra la fachada. Al ver eso, el grupo de niños huyó despavorido al parque. Cuando recuperaron el aliento, revisaron las golosinas que tenían y empezaron a repartir el botín.
Tras varios minutos de risas e historias para darse miedo, a las que solo se asustaban los más pequeños del grupo, llegó el coche policía y otro coche más con los padres de David y de otros dos niños. Movidos por el miedo al faltar sus hijos, tomaron a sus pequeños y les llamaron la atención por salir así de sus casas, contraviniendo las más elementales órdenes de sus padres. En el caso de David, además de la llamada de atención, le revisaban las constantes y se aseguraban de que no tuviera más síntomas que pudieran alertar de un mal mayor. Una vez calmadas las aguas, cada cual fue a su domicilio. En el camino, David les insistió en lo divertido que había sido para él conocer y estar con otros niños. Y les consiguió arrancar un compromiso de que hablarían con el director del centro de enseñanza, para una adaptación del aula que le permitiera acudir a clase normalmente.
Un par de semanas después, David ya formaba parte del alumnado de Blanco y Negro. Acudía a clases con gafas de sol, y las cortinas de su clase estaban echadas, con lo que no tenía ataques derivados de su fotofobia. En clase le llamaban niño calabaza, al principio le molestaba, pero acabó por acostumbrarse y a jugar con los demás tratando de asustarlos cuando se ponían muy pesados. Al año siguiente, recordaron el episodio y fueron a todas las casas del barrio pidiendo chuches. Y si no les daban, les lanzaban huevos. Lo que le supuso un dolor de cabeza al agente de policía del pueblo. Para que no se sintiera un bicho raro, los niños acudieron disfrazados de diversos seres terroríficos. Y al finalizar la noche en el parque, estaban sus padres esperando a que se terminaran de repartir las golosinas conseguidas entre todos.
Se integró tanto en la vida del pueblo que, a los dos años, cuando se agravó su enfermedad y lo trasladaron al hospital de la capital, todos los días pasaban niños por el centro médico para preguntar por él. Y cuando al final falleció, acudió toda la comunidad educativa, padres e hijos, al entierro en el cementerio de Blanco y Negro. Y a pesar de las estrictas normas del ayuntamiento, llevaban distintas flores de color calabaza, que acabaron por decorar su lápida y el entorno. Destacando en lo sobrio del lugar.
En la siguiente víspera del día de difuntos, los niños habían organizado un acto en homenaje al niño calabaza. En cada casa, habían colocado en su entrada o en las proximidades, una calabaza con la cara dibujada de una sonrisa. Las había más simpáticas y otras más terroríficas. Las había dibujadas, y las había talladas en la misma carne de la calabaza. Las había con una luz en su interior, a modo de linterna, y las había alumbradas desde el exterior, en muchas de ellas además adornaban con otros enseres que daban miedo, daba igual el color que portaran –muchos con el rojo de la sangre–. Pero en todas las casas recordaban a su manera a David, el niño calabaza que llevó el color a Blanco y Negro.